Dios creó el mundo donde los seres, a pesar de poseer una igualdad básica, son profundamente desiguales, unidos y armonizados en una perfecta jerarquía. El universo así ordenado hace resplandecer la belleza de Dios.
¡Cómo sería tétrico depararnos con el cadáver de alguien que hubiese cortado su propia cabeza, alegando demasiada opresión de ésta sobre el resto del cuerpo! Peor todavía, si la decapitación fuese obra no de la propia persona, sino de otro. En ese caso, el acto no sería solo tétrico, sino digno de compasión y de odio. Compasión por la desgracia que se abatiera sobre aquella víctima, odio contra los autores de esta tremenda injusticia.
Pero alguien podría objetar: ¿injusticia? ¿No es injusto el modo como la cabeza se aprovecha del cuerpo? ¿Tiene la cabeza el derecho de chupar las energías, beneficiarse de los alimentos trabajados por el aparato digestivo, usar los miembros para poner en ejecución sus planes y pensamientos? ¿Todo eso no es una explotación de los miembros inferiores? ¿No es una vergüenza para los demás miembros y partes del cuerpo estar más abajo y tener constantemente sobre sí a la cabeza?
Estas preguntas absurdas, que parecerían brotadas de una mente insana, surgieron en la mente y en los labios de hombres que se decían adoradores de la razón y contagiaron a una nación, no apenas en el ámbito individual, sino en el cuerpo de toda una sociedad. “La Revolución Francesa fue el triunfo del igualitarismo en dos campos. En el campo religioso, bajo la forma de ateísmo, artificiosamente rotulado de laicismo. Y en la esfera política, por la falsa máxima de que toda desigualdad es una injusticia, toda autoridad un peligro, y la libertad el bien supremo” [1].
Agitada por tales ideas revolucionarias, Francia vio a sus soberanos decapitados, sus nobles y su clero masacrados. Mientras en nombre del pueblo se practicaban estas barbaridades, el verdadero pueblo, en el oeste del país, daba su vida en defensa de su Dios y su Rey.
¿En defensa de Dios? ¿Pero el ataque no era contra los nobles, ricos y opresores? Basta analizar los hechos históricos y las doctrinas revolucionarias para concluir que el odio de los revolucionarios era en el fondo contra Dios.
Las autoridades, tan ferozmente atacadas, no son sino un reflejo del Altísimo y representantes de Él en la Tierra. “Toda autoridad existente en la tierra es significado de Dios. […] No se trata de la persona del rey, que puede ser un crápula, sino la autoridad del rey – los atributos, la misión, el poder, el cargo regios – es un fulgor de Dios” [2].
Agradó al Señor crear un mundo donde los seres, a pesar de poseer una igualdad elementar, son profundamente desiguales, unidos y armonizados por la más perfecta jerarquía. El universo así ordenado hace resplandecer la belleza de Dios. Los superiores son completados por los inferiores y viceversa. La misión del superior no es de ser un opresor en relación al inferior, sino su padre y protector; en cuanto al inferior, no debe ser un contestatario, que se rebela contra el que está arriba, sino es aquel que encuentra toda su alegría en poder servir. Esta es, de hecho, la mayor alegría que un hombre puede tener en esta Tierra, la de tener un superior a quien servir. Y este gaudio es accesible a todos los hombres, puesto que el más ilustre de los Papas o de los Reyes está
infinitamente abajo de Dios y le debe toda veneración y obediencia, habiendo recibido de Él la autoridad.
Por María Teresa Ribeiro Matos
Redacción (Jueves, 26-01-2012, Gaudium Press)
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1CORREA DE OLIVEIRA, Plinio. Revolução e Contra-Revolução. 5 ed. São Paulo: 2002. p. 15.
2CORREA DE OLIVEIRA, Plinio. As realidades visíveis sinais de ralidades invisíveis. In: Dr. Plinio.São Paulo: Retornarei, n. 49, abr.2002. p. 20-25.