Redacción (Miércoles, 27-07-2011, Gaudium Press) Entremos en una cierta gruta y allí veremos un Niño adorado por su Madre Santísima y San José, reunidos en familia, ofreciendo más gloria a Dios que toda la humanidad idólatra, e incluso más que los propios ángeles del Cielo en su totalidad. Ya en su nacimiento, en un simple pesebre, aquel Divino Infante reparaba los delirios de gloria egoísta ansiosamente buscada por los pecadores. Él se encarnaba para hacer la voluntad del Padre y, así, darnos el perfectísimo ejemplo de vida.