Redacción (Miércoles, 27-07-2011, Gaudium Press) Entremos en una cierta gruta y allí veremos un Niño adorado por su Madre Santísima y San José, reunidos en familia, ofreciendo más gloria a Dios que toda la humanidad idólatra, e incluso más que los propios ángeles del Cielo en su totalidad. Ya en su nacimiento, en un simple pesebre, aquel Divino Infante reparaba los delirios de gloria egoísta ansiosamente buscada por los pecadores. Él se encarnaba para hacer la voluntad del Padre y, así, darnos el perfectísimo ejemplo de vida.
Ningún pensamiento, deseo, palabra o acción surgida de su alma divinamente santa tendrá otro fin que no sea el de glorificar al Padre, a quien todo consagró desde el primer instante.
No tardarán muchos siglos, después de aquella navidad, para que los altares de los falsos dioses sean arrasados, los ídolos quebrados, los templos paganos destruidos -o convertidos en santuarios- y que se callen los propios demonios. Sí, aquel Niño nacido en una gruta invertirá el trabajo realizado por Satanás durante milenios, y la Roma pagana será la sede del Cristianismo; transformada en la Ciudad Eterna, dentro de sus murallas, sobre una piedra inmóvil, se establecerá hasta el fin de los tiempos una infalible cátedra de la moral y la verdad.
Pero, por otro lado, ¿dónde encontrarían los ángeles, hombres dignos de ser invitados a adorar al Niño? En la propia Belén, la cuna de Isaías (1 Sm 16, 1) y su hijo David, el humilde y joven pastor “rubio y de hermosos ojos” (1 Sm 16, 12). En los campos de aquellas regiones, eligieron los ángeles los destinatarios del gran anuncio, personas pertenecientes a la misma condición social del Rey y Profeta: los pastores de ovejas. Así, dos cortesanos de la más noble sangre -María y José-, junto con los pastores de condición humilde y la propia Corte Celestial constituirían los adoradores del Niño-Dios recién nacido. Del Templo, ningún representante.