El Papa, sol de la Iglesia

San Pedro

En cierta ocasión, vi en el jardín de un palacio un reloj de sol. Me pareció muy curioso. Me aproximé para analizarlo y comprobé que marcaba la hora correcta: nueve y media. Entre los variados y utilísimos beneficios que nos proporciona la luz del astro rey, hay uno al que muchos no le dan la debida importancia, y sin embargo es indispensable: señalar con exactitud la hora exacta para toda la humanidad.

Hubo un tiempo en que los hombres se orientaban durante el día con el sol y a la noche con las estrellas. De otro modo, ¿cómo podrían saber si eran las nueve de la mañana o las tres de la tarde? Cabe imaginar las diferencias de opinión que resultarían de ello, porque cada cual querría adaptar el horario a su propia conveniencia…

Así, para presidir el tiempo, Dios creó el curso solar, que sigue con puntualidad inmutable las leyes establecidas por el Supremo Artífice.

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El sol, símbolo de la Virgen María

Este pensamiento nos lleva a consideraciones más elevadas: el Creador ordenó el universo de forma jerarquizada, de tal modo que los seres inferiores simbolicen a los superiores y hagan más fácil a las criaturas racionales –ángeles y hombres– subir hasta Él.

Por eso la Iglesia canta a la Santísima Virgen, entre las alabanzas que le dirige el Pequeño Oficio de la Inmaculada Concepción, “y la representó maravillosamente en todas sus obras”. El sol es nombrado innumerables veces en el Oficio de la Bienaventurada Virgen María como imagen del nacimiento del Salvador o de la belleza mariana: “Como el sol nacerá el Salvador del mundo, y descenderá al seno de la Virgen como la lluvia sobre la pradera”, “Oh Virgen prudentísima, ¿adónde vas, brillante como la aurora? Eres suave y hermosa, Hija de Sión, bella como la luna, escogida como el sol”, “Tu maternidad, oh Virgen Madre de Dios, anunció la alegría del universo entero: de Ti nació el Sol de Justicia, Cristo nuestro Dios”, “Tus vestiduras son blancas como la nieve, y tu semblante resplandece como el sol.”

El Papa, fundamento de unidad

Pero en cuanto regulador del tiempo, el sol simboliza el precioso legado de Jesucristo antes de subir al Cielo, la realización de la promesa hecha a los Apóstoles –“Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20)–, que forma de la Iglesia un solo rebaño reunido junto a un solo pastor: la autoridad suprema del Papa infalible.

En efecto, ¿qué sería de la Esposa Mística de Cristo si no estuviera estructurada en torno a un único detentador de la verdad que, cuando se pronuncia ex cathedra sobre asuntos de fe y moral, hace oír una palabra absolutamente inerrante? Hace mucho que se habría desmoronado como una casa construida sobre la arena, carcomida por las disensiones y herejías, privada de sus propios fundamentos.

Si la Iglesia atraviesa triunfal e imbatible el curso de los siglos, lo hace porque se encuentra establecida sobre el Apóstol Pedro como un edificio sobre sus cimientos. ¡Ay del que no se quiera sujetar a su autoridad! Se lo podría comparar a un pobre loco que, viendo brillar el sol a mediodía, insistiera en que es medianoche. El fulgor del sol no sufriría la mínima disminución…

Cristo instituyó la Iglesia como sociedad visible

Al dejar este mundo y subir al Cielo, el Señor finalizó de forma gloriosa su permanencia física entre los hombres para sentarse a la derecha del Padre en la eternidad. En adelante haría sentir su presencia con el poder sobrenatural e invisible de la gracia. Pero, así como el hombre es un compuesto de cuerpo y alma donde el espíritu y la materia se armonizan y complementan, era necesario que la Iglesia de Cristo no viviera solamente del soplo del Espíritu Santo, sino que estuviera sólidamente establecida como sociedad visible y jurídica en la persona de los Apóstoles y de sus sucesores.

Para el ejercicio de una misión tan alta, el Redentor preparó a sus discípulos con divina pedagogía a lo largo de tres años de vida común, haciéndolos progresar en conocimiento y amor a las verdades eternas, y desprendiéndolos de las influencias mundanas. El punto culminante de esa ruptura con el mundo parece haberse dado cuando Jesús, después de preguntarles la opinión de los judíos a su respecto, inquirió: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?” (Mt 16, 15). Ciertamente se creó un suspenso y todos se miraron vacilantes. Entonces el fogoso Simón, cediendo a la inspiración de la gracia en el fondo de su alma, se arrojó a los pies del Maestro para exclamar: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 16).

Pedro es el cimiento de la Iglesia

El Verbo de Dios conocía esta escena desde toda la eternidad. Como Hombre, sin embargo, se consumía en deseos de verla con sus ojos carnales, y se puede decir que desde el primer instante de su concepción, su Sagrado Corazón latió con el santo apuro de escuchar las palabras que determinarían el nacimiento de la institución más hermosa de la Historia. Posiblemente haya experimentado una divina emoción cuando respondió al Apóstol: “Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos” (Mt 16, 17-19).

El Salvador, con esta solemne promesa, acababa de anunciar el fundamento de su Iglesia: la persona de Pedro, al que revestiría del mismo poder con que el Padre lo había enviado. “Fue a Pedro a quien habló el Señor: a uno solo, a fin de fundar la unidad en uno solo” 1.

El Primado de Pedro: de Jerusalén a Roma

Tras la Ascensión del Señor y la venida del Espíritu Santo, los Apóstoles iniciaron su predicación en la ciudad de Jerusalén. La autoridad de Pedro sobre ellos fue reconocida desde el comienzo, y el Cenáculo pasó a ser la cuna de la Iglesia. Los primeros años del ministerio de Pedro fueron particularmente arduos: los Hechos de los Apóstoles, como en un vibrante libro de aventuras, relatan los éxitos y reveses apostólicos que atravesaron el primer Papa y la naciente comunidad cristiana. Dejando la sede episcopal de Jerusalén al cuidado de Santiago el Menor, Pedro se trasladó a Antioquía, y luego, guiado por los designios divinos, se instaló definitivamente en Roma.

La Providencia, que todo lo dispone con sabiduría, preparaba sus caminos y utilizaría los restos del imperio decadente como una plataforma para edificar en ella la civilización cristiana.

La fiesta de la Cátedra

Entre las conmemoraciones supersticiosas de los romanos de entonces, había una que se realizaba el 22 de febrero. Ese día, cada familia se reunía alrededor de la tumba familiar, sobre la cual colocaban una silla, ocathedra, donde suponían que se sentaría el difunto. Los familiares festejaban comiendo y bebiendo, mientras evocaban la memoria de los muertos pertenecientes a su clan. Esta costumbre pagana sería el origen de la fiesta de la Cátedra de Pedro, que la Liturgia celebra todos los años ese mismo 22 de febrero. La Iglesia, como madre sabia y prudente, supo asimilar todo lo bueno que había en el pasado, formando una tradición rica en belleza y simbolismo, para su mayor esplendor.

Cátedra: significado

El Papa Benedicto XVI, en la Audiencia General concedida el año pasado precisamente en esa fecha, explicó el sentido profundo de la conmemoración con estas palabras:

“La ‘cátedra’, literalmente, es la sede fija del obispo, puesta en la iglesia madre de una diócesis, que por eso se llama ‘catedral’, y es el símbolo de la autoridad del obispo, y en particular de su ‘magisterio’, es decir, de la enseñanza evangélica que, en cuanto sucesor de los Apóstoles, está llamado a conservar y transmitir a la comunidad cristiana. […]

“Así, la sede de Roma, después de estas emigraciones de san Pedro, fue reconocida como la del sucesor de Pedro, y la ‘cátedra’ de su obispo representó la del Apóstol encargado por Cristo de apacentar a todo su rebaño. […] Por tanto, la cátedra del Obispo de Roma representa no sólo su servicio a la comunidad romana, sino también su misión de guía de todo el pueblo de Dios. Celebrar la ‘Cátedra’ de san Pedro, como hacemos nosotros, significa, por consiguiente, atribuirle un fuerte significado espiritual y reconocer que es un signo privilegiado del amor de Dios, Pastor bueno y eterno, que quiere congregar a toda su Iglesia y guiarla por el camino de la salvación.”

El don de la infalibilidad pontificia

¿Cuál es este “signo privilegiado del amor de Dios”, garantizado a la Iglesia de Roma y hacia el que los cristianos dirigen su mirada con clamores de veneración y ternura? ¿No es acaso el primado concedido por Jesús a Pedro, cuando antes de sufrir su Pasión le dijo: “Confirma a tus hermanos”? La infalibilidad pontificia representa para los católicos la brújula que apunta el rumbo seguro, la estrella que aparta las tinieblas del error, el sol que indica la hora con exactitud y puntualidad.

En la persona del Papa –únicamente en ella– reside el derecho de enseñar la verdad a los fieles, de la misma manera y con la misma seguridad con que Cristo instruyó a los Apóstoles. A tal grado llega la infalibilidad de su decisión en cuestiones de fe y moral, que si toda la jerarquía eclesiástica, todos los teólogos y todos los sabios del mundo discrepasen con ella, la única opinión válida sería la pronunciada ex cathedra por el Vicario de Cristo.

Entusiasmo de san Bernardo por el Papado

El gran san Bernardo expresó con inigualable elocuencia su adhesión a la Cátedra, en palabras dirigidas al Papa Eugenio, quien fuera antes discípulo suyo:

“¿Quién sois vos? Sois el gran sacerdote, el Sumo Pontífice; sois el príncipe de los obispos, el heredero de los apóstoles. Sois el hombre a quien se entregaron las llaves y se confiaron las ovejas. Cierto, otros hay que pueden abrir las puertas de los cielos y apacentar la grey; pero entre ellos sois vos tanto más glorioso, cuanto que vuestro poder lo habéis recibido de un modo enteramente distinto. Ellos no tienen más grey que la que se les señala; cada cual tiene y cuida la suya; pero a vos se han confiado todas juntas. Y no sólo cuidáis de las ovejas, sino de todos sus pastores, siendo vos el solo y único mayoral” 2.

Y dando cauce a su entusiasmo, prosigue:

“Considerad, por fin, que habéis de ser dechado de justicia, espejo de santidad y ejemplar de piedad; depositario de la verdad, defensor de la fe, doctor de los pueblos, guía de los cristianos, amigo del Esposo y padrino de la Esposa; norma del clero, pastor de las naciones, maestro de los ignorantes, refugio de los oprimidos, abogado de los miserables, esperanza de los desvalidos, tutor de los huérfanos, defensor de las viudas, sostén de los ancianos, ojos de los ciegos y lengua de los mudos; vengador de las injurias, terror de los malvados, gloria de los buenos, vara para los poderosos, yunque para los tiranos, padres de los reyes, legislador de los cánones, sal de la tierra, luz del mundo, sacerdote del Altísimo, Vicario de Cristo, Ungido del Señor” 3.

En la Carta Encíclica Satis Cognitum, el Papa León XIII deja bien clara la misión primordial del Príncipe de los Apóstoles: “El papel de Pedro es, pues, el de soportar a la Iglesia y mantener en ella la conexión y la solidez de una cohesión indisoluble”.

Definición del Concilio Vaticano II

La Constitución Dogmática Lumen Gentium, del Concilio Vaticano II, aclara muy bien esta doctrina:

“Esta infalibilidad compete al Romano Pontífice, Cabeza del Colegio Episcopal, en razón de su oficio, cuando proclama como definitiva la doctrina de fe o de costumbres en su calidad de supremo pastor y maestro de todos los fieles a quienes ha de confirmar en la fe (cf. Lc. 22, 32). Por lo cual, con razón se dice que sus definiciones son irreformables por sí, y no por el consentimiento de la Iglesia, puesto que han sido proclamadas bajo la asistencia del Espíritu Santo prometida a él en San Pedro, y así no necesitan de ninguna aprobación de otros ni admiten tampoco la apelación a ningún otro tribunal. Porque en esos casos el Romano Pontífice no da una sentencia como persona privada, sino que en calidad de maestro supremo de la Iglesia universal, en quien singularmente reside el carisma de la infalibilidad de la Iglesia misma” (n.25).

Una controversia de diecinueve siglos

El asunto de la infalibilidad siempre dividió las aguas en el interior de la Iglesia. Por no querer someterse al Obispo de Roma, la Iglesia Oriental se separó de la unidad católica y cayó en el cisma; Lutero se levantó en contra de la autoridad del Sumo Pontífice, proclamando el libre examen; y por desobedecer al Papa, el rey Enrique VIII condujo a Inglaterra al abandono de la verdadera religión.

Desde los primeros siglos, los Santos Padres pregonaban la primacía de Roma sobre todas las iglesias, como leemos en los escritos de san Jerónimo, san Agustín, san Cipriano, san Ireneo y otros tantos. No obstante, y pese a la creencia casi generalizada de los católicos en este punto, la infalibilidad pontificia no había sido elevada todavía a la categoría de dogma.

Habían pasado diecinueve siglos de la Era Cristiana, y la problemática se volvió más candente aún que en otras épocas. En Italia, la autoridad del Papa era contestada y la famosa idea del rissorgimento se apoderaba de la sociedad. En Francia, católicos liberales y ultramontanos –estos últimos encabezados por Louis Veuillot– trababan férreas polémicas sobre el tema. El momento histórico parecía el menos indicado para resolver este asunto que convulsionaba a Europa y mantenía la efervescencia de los ánimos.

Proclamación del dogma de la infalibilidad

Sin embargo, bajo el solio de Pedro se sentaba un varón digno del cargo, con un carácter cuya firmeza no flaqueaba ante nada. Pío IX no era de los que, sintiéndose atacados, prefieren encogerse hasta que pase la tormenta. Al contrario, opinaba que el único modo de ganar la batalla consistía en el uso pleno de su autoridad y en tomar una decisión capaz de sorprender y callar a los adversarios. Así, aunque sabía en su interior qué camino seguir, convocó un Concilio para debatir la cuestión.

Finalmente, la mañana del 18 de julio de 1870, tras una solemne celebración de la Eucaristía, se abrió la sesión en que fue proclamado el dogma. Pío IX quiso que fuera pública. Cuando comenzó la lectura del texto de la Constitución dogmática De Ecclesia Christi, un relámpago iluminó toda la asamblea y una terrible tempestad estalló súbitamente, estremeciendo la bóveda de la Basílica de San Pedro. Durante toda la lectura se podía oír el sonido del trueno, como enfatizando la grandeza del acto.

Se procedió entonces a la votación de los Padres Conciliares. Tan sólo dos votos fueron non placet contra 538placet, pues casi todos los miembros de la minoría “anti-infalibilista” habían abandonado Roma la noche anterior. El Santo Padre se levantó y proclamó el dogma. La multitud irrumpió en una explosión de gritos y alegría, imponiéndose por momentos al rugido de la tormenta. Cuando Pío IX, con su melodiosa voz, entonó el Te Deum, el viento se calmó de repente, dejó de llover y un rayo de sol iluminó su semblante noble y sereno.

El Concilio Vaticano I determinó la victoria definitiva de la tesis de la infalibilidad, otorgando mayor cohesión y solidez a la Iglesia. En lo sucesivo no se podría contradecir su Magisterio sin incurrir en grave delito ante Dios y excluirse inmediatamente de la comunión con Cristo.

Amor y temor

Al terminar estas consideraciones, experimentamos en nuestra alma sentimientos opuestos y a la vez armoniosos: temor y amor. Temor reverente, al darnos cuenta de nuestra pequeñez comparados a la grandeza de la Institución a que pertenecemos; amor, al percibir el profundo y atrayente misterio de la bondad de Dios que ella contiene. A este amor se suma una extremada alegría por haber sido llamados a la altísima vocación de ser verdaderos discípulos de Nuestro Señor Jesucristo, hijos de la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana, la Maestra y Señora indeciblemente amada que nos une a María y, por María, a Jesús.

1) San Paciano, obispo de Barcelona, 3ª carta a Sempronio, n. 11.
2) Obras completas de S. Bernardo, p. 1488, BAC, 1947.
3) Id. p. 1494.

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